Inconexa casualidad?


El estaba ahí, esperándola sin ningún objetivo, pacientemente. Le parecía que el día era demasiado tenue para presenciar una cena a orillas del río. Había un silencio inhabitual en la ciudad. Tal vez sería la fecha, pero eso no importaba. Lo único que le parecía verdaderamente relevante era una idea que le rondaba en la cabeza desde hace algún tiempo. Quizás era por eso que la esperaba tan pacientemente, para oír la respuesta que siempre quiso escuchar, pero que siempre le dio miedo.


Le molestaba tener que alzar la vista y encontrar una lata vacía, una lata igual que las demás, una lata con la tapa mal cortada en donde si deslizaba su dedo al intentar acariciarla, se cortaría casi sin darse cuenta. Le molestaba la música a todo volumen de los carros de la ciudad, le molestaba el rostro transfigurado del conductor a través del cristal, así como las miradas indiscretas que la gente tenía hacia lo que hacían sus manos -totales extrañas suyas y de sí mismas-. Le molestaban muchas cosas, que ni él mismo conocía. Le fastidiaba tener que hablar en momentos innecesarios sólo para colorear de amarillo los silencios incómodos y esperar a que se transformaran en fluidas palabras multicolores. Pero todo seguía igual, sobre todo su cabeza. Hubiera querido ponerse una máscara sonriente y salir así a la calle a comprar el resto de cosas que le faltaban. Pero no le faltaba pan, ni camisetas; le faltaban ganas... ¿de qué?... no, no lo sabía realmente.


En fin, en ese instante lo único que él esperaba era que ella llegase caminando en medio de las calles solas, atravesando la hierba del río, descalza, con los zapatos en la mano. Él la imaginaba sin rostro, sólo la imaginaba como los contornos difusos de una obra del Macario, una de esas obras que no tienen rostro ni palabras cuando intentas describirlas porque el dolor las cubre de olvido; pero que sin embargo cuando las observas en persona, te enfrentas cara a cara con una realidad que no es ya más tuya; una especie de revivirle en cada trazo de locura irreverente, trazos que no podían venir más que de un hombre sin ataduras.


La imaginaba un tanto serena pero demente, como su tan ansiada heroína cruel de las obras de Sábato. Realmente no la imaginaba, sólo la recordaba como cuando uno de repente en medio de clase tiene un dejá vu . Atardecía y algunas sombras en el río auguraban una extraña noche.
Cuando por fin llegó, la miró como si fuera parte de un espejismo del atardecer sobre las aguas del río. Sólo la miró y entendió que por lo pronto no podía preguntarle lo que siempre había querido. Aunque no soportaba con la intriga, decidió esperar, tal vez más pronto de lo que imaginaba podría conocer la respuesta si es que manejaba con perspicacia la situación. Ella se sentó sin esperar que él la saludara. No le gustaban ese tipo de formalidades. Había venido caminando lentamente, como sin saber a dónde se dirigía, sabía que alguien la esperaba en algún lugar, pero no entendía quién ni dónde. Había venido divagando sobre las palabras de las casas abandonadas y los colores que tenían por dentro. Siempre le habían llamado la atención y una vez se había metido ahí para desaparecer bajo la sombra de una habitación sin techo.
Estaban los dos ahí sentados, comunicándose con el silencio crocante de las hojas caídas. No era necesario decirlo, sólo se levantaron después de haber estado dos horas frente al río comprobando el devenir de Heráclito y caminaron sin rumbo durante un tiempo que para ellos nunca existió en verdad.


Antes de finalizar el encuentro, ella sacó las llaves robadas, y subieron en silencio mientras las vecinas dormían. No encendieron las luces, sólo se sacaron los zapatos para no despertar a nadie de los pisos de abajo. Pasaron cuatro horas; al final, y antes de despedirse, él pronunció sus únicas palabras en todo el encuentro, haciéndole a ella por fin la tan ansiada pregunta: ¿Leíste la historia de Sábato, "La Princesa y El Dragón?. Al final, las únicas palabras que ella pronunciaría en toda la noche, distraídamente y sin oír la pregunta de él serían: Somos una célula que explota. Salieron de puntillas, bajando con cuidado las delatoras escaleras crujientes.

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